lunes, 26 de junio de 2017

Casa Perico: Comida casera y familiar

CERRADO: Otro castizo y tradicional que cierra. Cada vez quedan menos, es una pena. Ahora es un restaurante aleman.

No todo es cocina moderna, michelín o molecular. También somos grandes amantes de la comida casera como la de Casa Zaca, sobretodo si el entorno es familiar y te hace sentir a ti como una parte más de la familia. Y dentro de este tipo de locales, unos de nuestros favoritos es Casa Perico.

En plena calle Ballesta, la antigua zona de prostitución y que ahora ha cambiado y se denomina Tribal está este restaurante que tiene 75 años de vida pero que sigue con el mismo planteamiento que cuando empezó: casa de cuchara. Lunes cocido, martes judías blancas, miércoles lentejas, jueves judías pintas con arroz y viernes potaje son los platos del día que acompañan una carta clásica de platos madrileños que nos han servido con mucho cariño en las dos ocasiones en las que hemos estado.

La primera visita fue un descubrimiento por casualidad. Al ver su barra, con vermú y una tapas de lujo decidimos quedarnos a comer y salimos encantados por lo que hemos vuelto una segunda vez a disfrutar de más platos de lo más clásico

- Croquetas: cómo no vamos a pedirlas. Suaves y cremosas. No al punto de las asturianas pero muy dignas.
- Ensaladilla de Moscú: muy buena. Es una de las tapas que no te puedes perder del local.

- Alcachofas: Fuera de carta. Nosotros no somos muy de este plato. Pero nos lo vendieron tan bien y a nuestros acompañantes les encantaban así que las pedimos y fueron un gran acierto.
La ración era más grande pero el ansia de nuestros acompañantes fue más rápida que nuestra cámara

- Media de callos: no podían faltar, en pleno centro de la capital no íbamos a irnos sin comer unos callos típicos.

- Calamar a la brasa. Preparado como la sepia. No es un plato muy madrileño pero estaba rico y tierno.

- Ración tapilla cebo. Una carne troceada que estaba de lujo. En esta visita no comimos carnaza pero en la primera si catamos el chuletón y fue soberbio.

Los postres, también exquisitos:
- Coulant de chocolate
- Arroz con leche
- Piña

Toda la comanda, para 6 comensales, con un botella de cava Adernats (15,1€) , de precio y calidad media, 2 aguas y 3 cafés fue poco más de 100€. Buena relación calidad precio, a menos de 20 euros PAX, en una "casa" donde se come y te tratan como si fuese la tuya.

Poco glamour pero muy castizo. Da gusto!

lunes, 19 de junio de 2017

Y por fin... El Celler de Can Roca!!!!!

1 de Mayo de 2016: 00:00 h: Los que suscriben, ingenuos de nosotros, intentamos reservar en la web de Can Roca (http://cellercanroca.com/) desde el móvil. Rápido, ¿qué día? ¿comida o cena? a ver el número de tarjeta... 00:05 h: Game over. Las reservas para abril de 2017 ya están completas. Habrá que esperar.

1 de Junio de 2016: 00:00 h: Segundo intento. Mismos titubeos, mismas dudas y otra vez fracasamos.

1 de Julio de 2016: 00:00 h: Tercer intento. Esta vez nos lo preparamos antes. Descartamos los fines de semana que sabemos que no podremos y decidimos ni hablarnos mientras vayamos avanzando. Un ordenador, una tablet y dos móviles desde los que entramos a la web de reservas y... finalmente, lo conseguimos! Teníamos mesa para el 3 de junio de 2017. Larga espera...

Parecía que no llegaría nunca, pero por fin, llegó. Tras un paseo matinal por la bonita ciudad de Girona (si tenéis oportunidad de ir, no dejéis de visitarla), fuimos caminando hasta El Celler de Can Roca. Está lejos del centro, a desmano, pero con las ganas que teníamos de llegar, nos parecía la mejor opción. Finalmente llegamos, deshidratados y tomamos asiento en uno de los sofás de la terraza. Nos ofrecieron tomar algo en la terraza o pasar a la mesa. Despistados nosotros, pedimos pasar y tarde, demasiado tarde, nos dimos cuenta de que Joan Roca estaba en la terraza, recibiendo y dando conversación a los grupos según iban llegando. Nos quedamos sin conversación con él. Snif...

Lo primero que nos llamó la atención fue la amplitud del local. Muchas más mesas de lo que pensábamos inicialmente. Desde donde estábamos se veían al menos 14 mesas y, como mínimo, otros dos reservados amplios. Nos acompañan a la mesa y nos sirven una copa de cava de la casa, sin pedirlo. Detalle muy majo y poco habitual en este tipo de locales.

Nos traen la carta. A elegir dos menús: el Menú de los Clásicos, que consta de 7 platos y por 180 € y el Menú Festival, de 14 platos por 205 €. En los dos menús dan la opción de maridaje. Por 55 € adicionales en el menú corto y por 90 € en el menú largo. Elegimos el menú festival, ya que íbamos solos, con tiempo y dispuestos a probar el máximo posible y no optamos por el maridaje aunque por lo que pudimos comprobar en el estado del resto de comensales al finalizar la comida (eses de camino al baño y alguno dormitando en los sofás), era la opción más elegida. Solicitamos pues la carta de vinos... ¡y en un carro nos la trajeron! Tres libros en A3, con un peso considerable cada uno. Los precios de los cavas eran más que asequibles. Desde 22 € ya encontrabas marcas de lo más decente.

Y empieza la comida, que al final es a lo que hemos venido... Los entrantes. A mi parecer, junto con los postres, lo mejor del menú. Los postres ganaron en sabor pero los entrantes nos adentraron en el mundo Can Roca con una magnífica puesta en escena:

- Comerse el mundo: 5 bocados de distintos países presentados bajo un farolillo de fiesta, que nos adentra en lo que nos espera. Los países seleccionados eran Tailandia (pollo con salsa thai, ciltantro, coco, curry rojo y lima), Japón (una especie de croqueta de crema de miso), Turquía (guiso de cordero, yogur, pepino, cebollino y menta), Perú (ceviche) y Corea (pan frito con panco y panceta con salsa de soja, kimchi y aceite de sésamo). Bocados muy sabrosos y muy bien traídos.


- Memoria de un bar en las afueras de Girona: Emoción al límite. Este plato incluye hasta un pequeño escenario donde se representan a los hermanos Roca y lo que estarían haciendo a principios de los 80 en el Restaurante Can Roca (el original, el de su madre). De nuevo bocados sorprendentes, de calamares a la romana, riñones al Jerez, bombón de Campari y pomelo (a mi gusto, prescindible), parfait de pichón y canelón de Montse.

- Estrella de mar (cremoso de marisco con polvo de gamba) y coral (mejillón con escabeche y aire de Albariño). Muy buenos y muy bonitos los dos. Junto a estos, deberían habernos traído una navaja al pesto, pero por alguna razón tenían anotado que "la señora" (o sea, yo) no comía navaja, así que nos quedamos con unas texturas de piñones que ni fú ni fá .


- Helado de oliva verde: Viene acompañado de un olivo completo, del que cuelgan un par de "olivas" por comensal. Impresionante de nuevo la puesta en escena.

- Bombón de perrechicos y brioche de trufa: Una presentación muy original para ser unas setas

Nos adentramos por fin con los platos:

- Espárragos blancos con botarga y sauco con demiglace de verduras y puré de coliflor: Mucho nombre, para unas puntas de espárrago con helado de ídem. Entendimos entonces el por qué de la existencia del helado de espárragos (incomible como postre) en Rocambolesc. Yo no soy muy de espárragos y aún así, me acabé el plato.

- Timbal de manzana y foie con aceite de vainilla. Es uno de los platos clásicos de El Celler. Nos lo pusieron en sustitución de otro que contenía queso. Buena combinación de sabores.

- Ostra con salsa de hinojo, ajo negro, manzana, algas, champiñón, destilado de tierra y anémonas: Es una ostra laminada y cada lámina, con un aderezo diferente.

- Cigala con artemisa, aceite de vainilla y mantequilla tostada: fantástica materia prima con sabores ligeros

- Caballa con tempeh de judías del ganxet de una semana, dos semanas y cuatro semanas. Pasó tan desapercibido, que ni foto le hicimos...

- Gamba marinada en vinagre de arroz, jugo de la cabeza, patas crujientes, velouté de altas y pan de fitoplacton: Fabuloso. Gamba tiernísima con sabor a mar puro. Genial y sorprendente el detalle de las patas crujientes.

- Sepia con lías de sake y salsa de arroz negro: no me convenció en absoluto. Ni la textura de la sepia ni el exceso de salsa de arroz negro.

- Rodaballo con verduras fermentadas en salmuera: Cocción en su punto de un pescado magnífico pero tampoco pasará a la historia.

- Cochinillo ibérico con ensalada de papaya verde, pomelo thai, manzana, coriandro, chile, lima y anacardo, puré de tamarindo y shisho. Un platazo aunque habría sido redondo si la cantidad hubiera sido ligeramente superior. Apenas un bocado de cochinillo crujiente que dejaba con ganas de más

- Consomé de cordero al horno de leña con tostada de lengua, vinagreta, corteza de cordero con sesos y tripa: Cordero, cordero y más cordero con intensísimo sabor a cordero. No apto para todos los paladares

- Civet de pichón con su parfait: Un plato precioso, con carne muy buena y exquisitamente preparada

Y los postres. A mi parecer, lo mejor del menú:

- Bosque lluvioso: agua destilada de tierra, galleta de algarroba, polvo de abeto, helado de pimpinela, ajenjo, hinojo y abeto y granizado de abeto: Plato complicado. Lo entendimos como un plato de intervalo entre salados y dulces. El conjunto tenía su toque curioso, pero si por algún casual cogías solo el agua destilada de tierra, era como beberte el agua sobrante de regar el potos de tu casa.

- Cromatismo naranja: EL PLATO. Por su belleza, su perfección y su fantástica combinación de sabores, fue EL PLATO del día. Hubiera deseado que no hubiera terminado nunca. Elaborado con materias primas de color naranja, incluídas zanahorias y calabaza, hacían un plato redondo (y no solo por su forma de perla)

- Caja de habanos: chocolate con leche, vainilla, ciruelas pasas, hoja de tabaco y cacao. Chocolate, como debe de ser. Esperábamos el tradicional puro que hizo famoso a Jordi Roca. No era, pero su chocolate y combinaciones remataron una estupenda comida.

Pero no, aún no era el remate. Faltaba el carro de postres, del que nos sirvieron hasta 12 petit fours por comensal. No quedó ni uno y ninguno desmerecía al anterior. ¡Qué gran remate!


En resumen: todos los platos son de altísima calidad, espectaculares y riquísimos. El servicio en nuestro caso tuvo altibajos, fallando en varias ocasiones en el servicio del vino y en las explicaciones de los platos. Salimos muy contentos pero nos falló algo que no sabríamos definir. Probablemente, no hayamos sido capaces de identificar el motivo por el cual está entre los tres mejores restaurantes del mundo. De hecho, en base a nuestra experiencia, iría por delante Arzak o Quique Dacosta

domingo, 11 de junio de 2017

Shanghai... por Víctor Fernández Correas

Nuestro gran Amigo Víctor Fernández Correas, estupendo escritor (La conspiración de Yuste y La Tribu Maldita) y mejor persona, ha estado por Shanghai. Haciendo un hueco en sus próximos proyectos nos ha preparado este pequeño relato-crónica sobre la ciudad, que se come y que se cuece, asa o lo que se tercie. Aquí lo tenéis:

— ¿Y dice usted que ha estado en Shangai?
— Schanjai. Se pronuncia Schan-jai, que quiere decir la ciudad del mar. Que por poco no lo cuenta, vamos.
— ¿Es para tanto la cosa?
— Cuatro metros sobre el nivel del mar. Le diré…
— Bueno, no desviemos la atención. ¿Y es bonito aquello?

Sí, lo es. De día y de noche. Impresionante, vayas por donde vayas. Una urbe futurista, con más de 2.000 rascacielos que, cuando cae la noche, transportan a uno a esos grandes clásicos de ciencia ficción. ¿Quién no recuerda el comienzo de ‘Blade Runner’, la joya de Ridley Scott? Los Ángeles, 2019. Esa sensación. Luces por doquier, carteles, edificios. Luz, luz, luz. Eso es Shanghai. 

Verdaderos tapices luminosos que se pueden observar desde el Bund, la zona más representativa de ese viejo Shanghai colonial de finales del siglo XIX y comienzos del XX; o en Nanjing Road, ciudad por la que cada día se dejan ver cerca de dos millones de personas. Luz, luz. Siempre luz. 

Y, en cuanto se escarba, en cuanto uno se aleja de los rascacielos y callejea sin orden ni concierto, se sumerge en la China tradicional, en una cultura que choca y absorbe. Es entonces cuando descubres parques que los del lugar aprovechan para marcarse unos bailes, para practicar ejercicio o, por qué no, para emparejar a los solteros, que de todo hay; cuando pones los pies en templos donde sólo se respira silencio. Sorprendente cuando, echas un vistazo alrededor, y los rascacielos están ahí, no se han marchado. Y 24 millones de habitantes hacen ruido, mucho ruido. Pues no, nada. Ni el vuelo de una mosca; cuando recorres calles que saben, que huelen, que entran por los ojos. Calles colmadas de casas con tejados de factura tradicional, verdaderos laberintos sin apenas más indicadores occidentales que los nombres de franquicias o restaurantes de comida rápida cuando los hay. Una deliciosa tortura que hay que experimentar para saborear de verdad esta ciudad.

— Ya, ¿y comer?
— Pues eso. Olores y sabores. De todo tipo. Unos más agradables que otros. Infinidad de puestos callejeros en los que se puede comprar todo tipo de alimentos: desde carne hasta sopas pasando por fritos, pescados, aves y dulces. Luego, lo que siempre llama la atención, aquellas cosas que nunca sospecharías que se pudieran comer. Y se comen, porque están expuestas a la vista de todos: sapos en su salsa o fritos, culebras asadas y adobadas, hornos para calentar huevos en una masa de cenizas cuyo olor, literalmente, revienta hasta el olfato más duro. Sin contar la parte más exótica, que siempre la hay, en forma de insectos. De todo: arañas, escorpiones, alacranes, estrellas de mar, orugas… Ensartados cual pinchos morunos y pasados por la freidora durante unos segundos, a los que luego se añade un punto de sal.
— ¿Y a usted le dio por probar algo de todo eso?
— Mejor corramos un tupido velo.
— O sea, que sí.
— El velo, el velo.

Una cocina de sabores intensos y picantes, de texturas diferentes, de formas caprichosas que, a simple vista, ofrecen una opinión distinta a la final, una vez el producto está en la boca. Salvo el pescado, que es malo y de escasa calidad, y que se sirve enmascarado para tapar un sabor para nada agradable -a modo de ejemplo, una suerte de pez rebozado y recubierto de salsa agridulce hasta decir basta-. Porque las aguas del río que culebrea por Shanghai no ofrecen la suficiente confianza como para atreverse a probar sus capturas tan alegremente. 

En conclusión, una cocina que para nada se parece a lo que se estila por aquí cuando se habla de comida china. Te gusta o no, pero nunca te deja indiferente. Y si no, a falta de pan, buenas son tortas. Es decir, los mismos restaurantes de cocina rápida que tenemos por aquí y que se pueden encontrar en lugares concretos de la ciudad. Porque quien quiera pasar hambre en Shanghai, desde luego, es porque quiere.

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